sábado, 7 de mayo de 2011

Que toda la ponzoña hundida en el barro salga a la superficie

Aunque apenas se mencione esta frase, podemos considerarla como la “frase mágica” de Claudio, el dios, y su esposa Mesalina (Claudius, the God, and his Wife Messalina; 1938), segunda parte de Yo, Claudio. Los que leáis la entrada de la primera parte comprobaréis enseguida que conseguí el libro justo al día siguiente de escribir la entrada y dos días después de terminar de ver la serie, de modo que para mí fue una gran alegría encontrarlo.
 
Como ya hice con la primera parte, en la que presenté el estilo de Claudio y su carácter (no cambia en absoluto), presentaré la novela con su primera frase:
 
Han transcurrido dos años desde que terminé de escribir la larga historia de cómo yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico, el tullido, el tartamudo, el tonto de la familia, a quien ninguno de sus ambiciosos y sanguinarios parientes consideraba digno de la molestia de ejecutar, envenenar, obligar a suicidarse, desterrar a una isla desierta o matar de hambre –que fueron las maneras en que se eliminaron los unos a los otros–, los sobreviví a todos, incluso a mi loco sobrino Cayo Calígula, y de cómo un día fui aclamado inesperadamente emperador emperador por los cabos y sargentos de la guardia de palacio.
(Traducción de Floreal Mazía. Edhasa, 2008)
 
claudioeldios
(Ésta no es la portada de la edición que leí, me ha sido imposible encontrarla)
 
Esta novela comienza, a pesar de lo que nos señala su primera frase, justo donde acaba la segunda, y concluye con el final de la vida de Claudio. Pero no sólo se nos narra la continuación de la vida de Claudio, sino que Graves incluye en Claudio, el dios varios textos más. Entre ellos, a través de la pluma de Claudio, la historia del íntimo amigo de éste, el rey judío Herodes Agripa (marrullero y alegre; me había olvidado por completo de él en la crítica anterior), desde su infancia hasta su muerte, además de algunos poemas y textos paródicos sobre la deificación (o “calabacificación”) de Claudio a modo de epílogo.
 
Tampoco han cambiado mis gustos respecto a los personajes, aunque por cortesía a mi querida amiga Nobody he cambiado los grupos de “buenos y malos” por “cuerdos y desquiciados”. Una acertadísima sugerencia por su parte, pues según un dicho mencionado en ambas novelas el árbol de los Claudios produce dos tipos de manzanas, dulces y amargas. Sin embargo, hay una manzana que he de calificar como agridulce, y que lamentablemente me dejé en el tintero la otra vez. Se trata de Antonia la Menor, la madre de Claudio.
 
Antonia, hija de Marco Antonio, es un personaje con el que tengo una relación ambivalente. Por un lado, se trata de una mujer de firmes principios y recta conducta, totalmente carente de ambiciones y tan respetable que nadie se atreve a ponerle una mano encima (un verdadero milagro en una época en la que todo el mundo se lleva por delante a quien estorba). En definitiva, una matrona romana de los pies a la cabeza, admirada por todos por su entereza y su integridad. Pero, por el otro lado, es una mujer que siempre trata con incomprensión y muy poca paciencia a su hijo menor, tachándolo de “imbécil”, “idiota” y demás sinónimos. En parte comprendo que se sienta frustrada porque Claudio no parezca tan listo ni tan fuerte como sus hermanos o sus primos, pero a veces Antonia llega a ser muy cruel. Por este motivo, me siento realmente dividida ante este personaje, pues sus virtudes y sus defectos van a la par.
 
En resumidas cuentas, si os gustó Yo, Claudio, y os quedasteis con ganas de saber más sobre este emperador y sus avatares, os aseguro que Claudio, el dios cumple con las expectativas de los lectores.
Por cierto, una última anécdota antes de que se me olvide: Graves tenía una casa en Mallorca, y estando allí recibió los vídeos de los capítulos de la serie. ¿Sabéis qué dijo tras verlos? “A Claudio le habría gustado”.
 
Hasta la próxima página,
 
La Rebelde de los Libros