martes, 6 de abril de 2010

¿Quién quiere ser eternamente joven?

En mi caso la respuesta es negativa, porque no me gustaría nada ver envejecer y morir a mi alrededor a todos mis seres queridos, dado el supuesto de que no compartieran mi don. Y además, dado lo que pasó con el protagonista de mi recomendación, mejor dejar que la naturaleza y la vida sigan su curso.

Supongo que mis lectores ya sabrán que voy a recomendar otro peso pesado de la literatura: Fausto (Faust) de Wolfgang von Goethe, gran figura del Romanticismo alemán. Esta obra teatral escrita en verso está dividida en dos partes publicadas respectivamente en 1808 y 1832 (póstumamente). El argumento de Fausto (personaje tradicional que se cree que fue un mago o alquimista) es sobradamente conocido, pero no está de más recordarlo: el anciano Fausto, dedicado durante toda su vida al estudio y admirado y respetado por sus alumnos, se siente insatisfecho por la limitación de sus conocimientos y no ve la forma de encontrar la sabiduría infinita. Un día se aparece ante él Mefistófeles, un príncipe demonio súbdito de Lucifer que le ofrece la posibilidad de volver a ser joven y recuperar el tiempo perdido. El buen Fausto aceptará, dejando que Mefistófeles lo conduzca por las sendas del mal…

fausto

¿Qué se puede decir de esta obra que no se haya dicho? Realmente pocas cosas, pues el tema de la inmortalidad y la eterna juventud siempre ha fascinado al ser humano (sin ir más lejos, la famosa canción Forever Young de Alphaville, grupo de los años ochenta que precisamente era alemán: “La juventud es como diamantes al sol, y los diamantes son para siempre”). Y si a ambas se asocian la fuerza y la belleza, más todavía. Y esos eran, entre otros, los temas que se cantaban en el Romanticismo: la belleza, la juventud y la fuerza. Por ese motivo, esta obra en verso (por desgracia la edición que leí era antigua y el texto estaba traducido en prosa; ya me buscaré una edición moderna) no pasará de moda nunca, y más en una sociedad de culto al cuerpo como la nuestra.

Respecto a los personajes, Goethe los perfila maravillosamente; todos son geniales, pero me quedo con la dulzura de Margarita (llamada Margaret o Gretchen en el original; ambos nombres se alternan a lo largo de toda la obra) y la pureza absoluta de su amor hacia Fausto.

Para terminar, sólo me queda recomendar a mis lectores ya no sólo la obra, sino también la ópera homónima de Charles Gounod: Anges purs, anges radieux, portez mon âme au sein des cieux! (“¡Ángeles puros, ángeles radiantes, llevad mi alma al seno de los cielos!”).

Hasta la próxima página,

La Rebelde de los Libros

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